Un compañero de trabajo, con quien comparto el placer de la lectura, me presta un libro pequeño que contiene una novela corta escrita por un compatriota suyo, el escritor colombiano Jaime Echeverri. Su título es Corte Final.
Hace rato que no leo a un novelista colombiano. Creo que la última vez fue a Fernando Vallejo, a quien conocí en su visita al diario en que trabajo en Nueva York, y su famos
a Virgen de los sicarios.
La novela plantea un drama original y cautivante: la relación siniestra y desgarrada entre el personaje (Néstor) y la ciudad donde nació. Una relación de odio.
Néstor recibe un telegrama en el que le informan de la muerte de su madre y la necesidad de que vuelva de su exilio voluntario a la Manizales de su infancia y juventud. La psiquis del personaje se estremece ante la perspectiva de un viaje al pasado sembrado de dramas y un reencuentro con los valores que hoy aborrece y que él ha preferido olvidar residiendo en otro lugar por el que tiene mayor sentido de pertenencia e identidad.
Como el Mersault de Albert Camus, Néstor es un extranjero en la ciudad donde nació y creció. Hay un muro de odio que lo separa de ese origen y de su pasado. Acepta volver no porque la muerte de su madre reviva en él algún rescoldo de amor. Otra vez como al Mersault de “El extranjero”, su madre, su tránsito final no le provoca la menor reacción en su cerebro o en su corazón. Vuelve porque es hora del corte final. Como lo describe el prologuista de la novela, el poeta colombiano Juan Manuel Roca, “se trata de un ajuste de cuentas con su ciudad”. Y agrega Roca: “ese caminante (Néstor) que regresa al pasado, un tiempo al que mira por un espejo retrovisor para evitar la maldición de la estatua de sal, ve a su padre suicida pendulando en la ducha, a su madre, comida por las murmuraciones y las mediocridades, y una legión de mujeres que son como una especie de ejército de salvación, de visa para entrar y salir del vacío”.
Aspira el protagonista a salir de Manizales limpio de recuerdos y de afectos, si alguna vez tuvo alguno, saldada su deuda con un pasado que empieza a no existir porque es la única manera de que quede intacto el odio que siente por su ciudad a la que ve como “un vestido de mujer tirado sobre el mueble después de un baile de disfraces”.
Conmueve en sus pocas páginas Echeverri con su Corte Final porque escarba la hondura de un tema para el diván de un psiquiatra: el odio enfermizo a la ciudad donde uno nació y a la que todos –casi todos- aman y desean guardarla siempre en la memoria.
Es fácil odiar dicen los expertos porque el odio es una emoción supremamente simple que se hace enormemente atractiva a cierto tipo de mente y de personalidad porque no hace demanda en nuestro proceso mental. Aquel que odia rechaza la comprensión, desprecia el tacto, condena la paciencia y no soportará alguna herida o desilusión sin pronta revancha. Además, siendo la más simple de las emociones, el odio también puede ser lo más completo para cierta clase de persona, porque le provee a él o a ella de un significado para la vida, algo a que oponerse o a que culpar, para aliviar el sentido de frustración o de fracaso. Más que todo, a causa de su simplicidad seductiva, el odio parece remover la necesidad para razonar, lo cual es una carga intolerable para mucha gente y para cualesquiera de sus esfuerzos auxiliares, tales como leer, analizar, estimar y juzgar. El odio sólo tiene una función y un sólo objetivo.
En Wikipedia se define al odio como “un sentimiento negativo, de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa, situación o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir aquello que se odia. El odio puede generar aversión, sentimientos de destrucción, destrucción del equilibrio armónico y ocasionalmente autodestrucción. Odiamos lo que no podemos amar, tener o controlar”.
Cuando desde el Palacio de Carondelet, fuente de todas las decisiones de la Asamblea de Montecristi, se envió la orden de legalizar el comercio informal, no se pensó en los cientos de miles de compatriotas marginados que deben salir a diario a vender cualquier baratija para llevar unos cuantos panes a la la mesa familiar más desierta que nunca ahora que “la patria ya es de todos”. La mentalidad perversa del “loco que odia” (un clon del “loco que ama”) trataba de fraguar un bien organizado plan para que Guayaquil vuelva a ser aquella de los tiempos del PRE cuando se comerciaba con los espacios en las calles para convertir a la ciudad en una réplica de Calcuta. Guayaquil ordenado, limpio, atractivo cada vez mayor del turismo, es un presente que hay que destruir. El Néstor de Corte Final aborrece el pasado que vivió en Manizales. El Rafael de la Revolución Ciudadana, una novela siniestra en espera de autor, aborrece pasado, presente y futuro de Guayaquil, la ciudad en que nació y creció, y a la que le agradaría verla ardiendo como en los tiempos de las invasiones piráticas o del “Incendio Grande”.
El otro objetivo es provocar la confrontación social entre los comerciantes informales que reclaman las calles para su negocio con el apoyo del gobierno central y las autoridades municipales que tratan de imponer el orden. De esta manera los primeros votarán por el SI en el referéndum constitucional, aunque luego el presidente los ponga en vereda a sangre y fuego como en Dayuma.
El español Gil Calvo sostiene que “la lucha contra la dictadura no comienza cuando alguien toma las armas, sino cuando alguien osa decir, abierta o clandestinamente lo prohibido”. El periodismo crítico y no comprometido está en la obligación de decir, en todos los espacios posibles, que se ha instalado una dictadura tanto en Carondelet como en Montecristi y que el odio va carcomiendo cada día la nación.
Hace rato que no leo a un novelista colombiano. Creo que la última vez fue a Fernando Vallejo, a quien conocí en su visita al diario en que trabajo en Nueva York, y su famos

La novela plantea un drama original y cautivante: la relación siniestra y desgarrada entre el personaje (Néstor) y la ciudad donde nació. Una relación de odio.
Néstor recibe un telegrama en el que le informan de la muerte de su madre y la necesidad de que vuelva de su exilio voluntario a la Manizales de su infancia y juventud. La psiquis del personaje se estremece ante la perspectiva de un viaje al pasado sembrado de dramas y un reencuentro con los valores que hoy aborrece y que él ha preferido olvidar residiendo en otro lugar por el que tiene mayor sentido de pertenencia e identidad.
Como el Mersault de Albert Camus, Néstor es un extranjero en la ciudad donde nació y creció. Hay un muro de odio que lo separa de ese origen y de su pasado. Acepta volver no porque la muerte de su madre reviva en él algún rescoldo de amor. Otra vez como al Mersault de “El extranjero”, su madre, su tránsito final no le provoca la menor reacción en su cerebro o en su corazón. Vuelve porque es hora del corte final. Como lo describe el prologuista de la novela, el poeta colombiano Juan Manuel Roca, “se trata de un ajuste de cuentas con su ciudad”. Y agrega Roca: “ese caminante (Néstor) que regresa al pasado, un tiempo al que mira por un espejo retrovisor para evitar la maldición de la estatua de sal, ve a su padre suicida pendulando en la ducha, a su madre, comida por las murmuraciones y las mediocridades, y una legión de mujeres que son como una especie de ejército de salvación, de visa para entrar y salir del vacío”.
Aspira el protagonista a salir de Manizales limpio de recuerdos y de afectos, si alguna vez tuvo alguno, saldada su deuda con un pasado que empieza a no existir porque es la única manera de que quede intacto el odio que siente por su ciudad a la que ve como “un vestido de mujer tirado sobre el mueble después de un baile de disfraces”.
Conmueve en sus pocas páginas Echeverri con su Corte Final porque escarba la hondura de un tema para el diván de un psiquiatra: el odio enfermizo a la ciudad donde uno nació y a la que todos –casi todos- aman y desean guardarla siempre en la memoria.
Es fácil odiar dicen los expertos porque el odio es una emoción supremamente simple que se hace enormemente atractiva a cierto tipo de mente y de personalidad porque no hace demanda en nuestro proceso mental. Aquel que odia rechaza la comprensión, desprecia el tacto, condena la paciencia y no soportará alguna herida o desilusión sin pronta revancha. Además, siendo la más simple de las emociones, el odio también puede ser lo más completo para cierta clase de persona, porque le provee a él o a ella de un significado para la vida, algo a que oponerse o a que culpar, para aliviar el sentido de frustración o de fracaso. Más que todo, a causa de su simplicidad seductiva, el odio parece remover la necesidad para razonar, lo cual es una carga intolerable para mucha gente y para cualesquiera de sus esfuerzos auxiliares, tales como leer, analizar, estimar y juzgar. El odio sólo tiene una función y un sólo objetivo.
En Wikipedia se define al odio como “un sentimiento negativo, de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa, situación o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir aquello que se odia. El odio puede generar aversión, sentimientos de destrucción, destrucción del equilibrio armónico y ocasionalmente autodestrucción. Odiamos lo que no podemos amar, tener o controlar”.
Cuando desde el Palacio de Carondelet, fuente de todas las decisiones de la Asamblea de Montecristi, se envió la orden de legalizar el comercio informal, no se pensó en los cientos de miles de compatriotas marginados que deben salir a diario a vender cualquier baratija para llevar unos cuantos panes a la la mesa familiar más desierta que nunca ahora que “la patria ya es de todos”. La mentalidad perversa del “loco que odia” (un clon del “loco que ama”) trataba de fraguar un bien organizado plan para que Guayaquil vuelva a ser aquella de los tiempos del PRE cuando se comerciaba con los espacios en las calles para convertir a la ciudad en una réplica de Calcuta. Guayaquil ordenado, limpio, atractivo cada vez mayor del turismo, es un presente que hay que destruir. El Néstor de Corte Final aborrece el pasado que vivió en Manizales. El Rafael de la Revolución Ciudadana, una novela siniestra en espera de autor, aborrece pasado, presente y futuro de Guayaquil, la ciudad en que nació y creció, y a la que le agradaría verla ardiendo como en los tiempos de las invasiones piráticas o del “Incendio Grande”.
El otro objetivo es provocar la confrontación social entre los comerciantes informales que reclaman las calles para su negocio con el apoyo del gobierno central y las autoridades municipales que tratan de imponer el orden. De esta manera los primeros votarán por el SI en el referéndum constitucional, aunque luego el presidente los ponga en vereda a sangre y fuego como en Dayuma.
El español Gil Calvo sostiene que “la lucha contra la dictadura no comienza cuando alguien toma las armas, sino cuando alguien osa decir, abierta o clandestinamente lo prohibido”. El periodismo crítico y no comprometido está en la obligación de decir, en todos los espacios posibles, que se ha instalado una dictadura tanto en Carondelet como en Montecristi y que el odio va carcomiendo cada día la nación.
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